el mago del cuento... soy yo

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autorretrato inédito en libro, inicialmente concebido para "Sopa de sol"

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viernes, 1 de julio de 2011

harry potter, madonna y otros accidentes de la literatura infantil

Con el título de "HARRY POTTER Y LA CAJA DE PANDORA" publiqué este artículo en 2004. Aunaue ya casi todo el mundo ha olvidado la circunstancia que lo motivó: la entrada en el mundo de los libros infantiles de Madonna, con una serie de insustanciales libritos, creo que este artículo conserva cierto interés, sobre todo por sus consideraciones en torno a la literatura contemporánea donde se combinan realidad y fantasía... de la buena.


Quiero aclarar que no soy un detractor de Joanne K. Rowling y su saga Harry Potter. Disfruté los cuatro primeros episodios, y si el quinto me ha gustado un poco menos, ello no me causa la malsana alegría de los envidiosos. Estoy convencido de que la señora Rowling tiene talento y si escribiera dentro de plazos determinados por su inspiración y no por los de la industria editorial, habría podido evitar los deslices de Harry Potter y la Orden del Fénix. Pero lo que realmente importa es que las aventuras del joven mago se van a seguir vendiendo en millones de ejemplares, por lo que deseo, para el bien de todos, que esos libros alcancen la mayor calidad posible.
"Lo cortés no quita lo valiente"; así que no voy a negar que antes que cualquier novela de J. K. Rowling, preferiré siempre La historia interminable o Momo, de Michael Ende, Las brujas o Matilda, de Road Dahl, La cuerda floja o El bolso amarillo, de Lygia Bojunga Nunes, Konrad, el niño que salió de una lata de conservas, de Christine Nöstlinger o El tigre en la vitrina, de Alki Sei... por sólo mencionar un puñado de títulos de autores contemporáneos procedentes de diversos países. Incluso dentro del mismo género y nacionalidad que los Harry Potter he encontrado páginas mucho más profundas, intensas y originales en La caja de las delicias, de John Masefield, Luces del norte, de Phillip Pullman o Las vidas de Christopher Chant de Diana Wynne Jones.

Antecedentes y compañía

La literatura inglesa siempre fue fecunda en historias donde se cruzan el mundo real y el imaginario, donde los jóvenes héroes deben enfrentar frustraciones y desafíos bien reales a través de su representación en un mundo mágico paralelo que no es, sin embargo, solo un pretexto, sino lo más jugoso de tramas interesantes y bien construidas. Diez años antes de la aparición del primer libro de J. K. Rowling, Harry Potter y la piedra filosofal, la ensayista Ganna Ottevaere-van Praag describía los rasgos de una vertiente narrativa en la que todos reconoceremos inmediatamente al actual best seller:
En el relato infantil medio realista medio fabuloso, aparecido en la segunda mitad del siglo XIX y de moda aún en nuestros días, la acción se desarrolla casi totalmente en el mundo fantástico y el héroe no vuelve definitivamente a casa hasta el final del relato, cuando no se queda para siempre en el país de ficción.

Si el protagonista de estos relatos centrados en el abandono provisional del hogar y la partida hacia los horizontes mágicos es un niño, éste deja -sin titubear e incluso sin preguntarse si algún día volverá- su marco familiar. Antes de que él parta hacia el misterioso más allá, el autor nos lo muestra en una vida cotidiana que el joven héroe, una vez en el mundo imaginario, continuará teniendo como referencia. Él se ha alejado sin protestar de un hogar donde no conoció otra cosa que la miseria o una estrecha sumisión a las prohibiciones de una sociedad convencional y sin felicidad .
Las diversas tendencias de las novelas en que realidad y magia se yuxtaponen, tienen antepasados ilustres en Los niños acuáticos (1863), de Charles Kingsley, Alicia en el País de las Maravillas (1864), de Lewis Carroll, Five Children and It (1904), de Edith Nesbit, Peter Pan y Wendy (1911), de James Mathew Barrie, Mary Poppins (1937), de Pamela Travers... y así hasta llegar a los años 1950 en que la serie Narnia, de Clive Staples Lewis, alcanza -salvando las distancias- un éxito comparable al de las aventuras del joven mago de J. K. Rowling, dejando el camino abonado para una producción que se desarrolla sin verdadera interrupción hasta nuestros días.
La tradición es más que centenaria y, por supuesto, no es solo inglesa; mencionemos El 35 de mayo (1931), de Erich Kästner, Pan Tau (1965), de Ota Hofman, Los hermanos corazón de León (1973), de Astrid Lindgren, La historia interminable (1979), de Michael Ende y, dentro de la escasa producción cubana del género, La princesa del retrato y el dragón rey (1998), de Iliana Prieto. Dentro de esta vasta bibliografía, Joanne Rowling aporta solo una obra más. Ni la mejor, ni la peor; ni absolutamente original, ni el plagio que algunos han evocado al comprobar que en La granja Groosham (1988), del también británico Anthony Horowitz, ya aparecía una misteriosa escuela de magia, con profesores no humanos y un gran malvado maquinando la destrucción de la humanidad, entre otros rasgos hoy universalmente conocidos por los seguidores de Potter.
Hoy nadie puede discutir que los libros de la señora Rowling son uno de los fenómenos editoriales más importantes de nuestra época... lo que no equivale a decir que sean un fenómeno literario de la misma envergadura. Es precisamente el pronunciado desequilibrio entre el valor editorial y la trascendencia literaria de la saga Harry Potter lo que enfrenta a creadores y críticos, por un lado, y a editores, libreros y promotores de la lectura, por otro. Los primeros saben que las novelas de la millonaria autora son superadas por decenas de títulos del mismo u otros géneros, pero los segundos han podido comprobar que los Harry Potter -sea por lo que sea- reportan resultados de venta y lectura que aventajan muy de lejos al resto.
Joanne K. Rowling es responsable solo en parte de su éxito y de los aspectos negativos del mismo (resultantes de la comercialización excesiva y de la globalización unidireccional que favorece a la cultura anglosajona de masas). En otras palabras, la obra literaria no tiene porqué pagar los platos rotos por el arrollador impacto editorial... aunque tampoco tiene que beneficiarse de un prestigio literario que no le corresponde.
Son fórmulas impredecibles y, paradójicamente, fácilmente explicables a posteriori, las que nutren todo gran éxito literario repentino. Responden a necesidades del lector y a coyunturas perfectamente objetivas del mercado editorial... que a continuación pone en marcha su eficaz sistema de marketing (incosteable por editores y autores de espacios lingüísticos y comerciales no hegemónicos y/o anteriores a la globalización).
Harry Potter y la piedra filosofal llegó en el momento oportuno con la fórmula oportuna. A fines de los 90, el panorama literario infanto-juvenil asistía a los estertores del fenómeno de ventas de la década: las novelas de horror para adolescentes -de calidad literaria inferior incluso a los peores imitadores de J. K. Rowling- cuyo parangón era el norteamericano R. L. Stine con sus adocenadas series Escalofrío, Pesadillas, Fantasmas, etc. Por otra parte, los chicos estaban bastante hartos de la narrativa realista, unas veces moralista, otras de lucidez un tanto deprimente, que constituía el núcleo "serio" de la oferta editorial del período en la mayoría de los países de Norteamérica y Europa Occidental. En este contexto, el primer libro de Rowling adquirió el empaque de algo diferente, interesante y hasta bien escrito.

El formidable éxito internacional de las novelas de Joanne Rowling (cuyas cifras no veo motivo alguno para repetir, puesto que no participo en la nueva religión de las estadísticas comerciales) renovó el interés por libros que no habían (o no habrían) podido encontrar terreno favorable en su manera de rozar lo mágico, lo mitológico y lo irracional, mirando simultáneamente, de una manera sutilmente crítica, a la sociedad burguesa contemporánea. Algunos ejemplos adicionales los encontraremos en los libros de Pullman y Jones (los citados y otros), en El señor de los ladrones, de Cornelia Funke o en El secreto del andén 13, de Eva Ibbotson.
Como siempre ocurre en la sociedad de mercado, basta con que un producto -alimentario, informático, automotor o cultural- triunfe, para que todos los empresarios del mismo rubro, o de otros, se pongan a producir imitaciones, variantes, alternativas, complementos y derivados. De modo que hoy dominan las listas de mejores ventas productos que no hacen sino explotar, a veces con poca ambición y originalidad, las posibilidades que la saga Harry Potter dejó de lado (poniéndolas paradójicamente en evidencia). Así, Serge Brussolo apunta a un lector más femenino con su serie Peggy Sue, Eoin Colfer se dirige con sus aventuras de Artemis Fowl a un lector poco exigente, adepto a la fórmulas fáciles del cine norteamericano de entretenimiento, mientras George P. Taylor trata de aprovechar fuentes mágicas distintas de las muy recurridas mitologías nórdicas y mediterráneas en su, mejor vendida que escrita, Shadowmancer.

La caja de Madonna

La eclosión que acabo de comentar no es inesperada ni preocupante, pues -más o menos profundamente- existe en todos aquellos libros una motivación narrativa que cuaja en historias sin dudas entretenidas. El problema se presenta con la llegada de los depredadores oportunistas que, absolutamente desprovistos de talento literario y sin haberse interesado nunca en la literatura ni en los niños, vienen a pescar con dinamita, no procurando imitar o superar el universo narrativo de la señora Rowling sino participar en la danza de los millones de ejemplares (y por tanto de dólares, euros, libras esterlinas, yenes o cualquier otra unidad contante y sonante).
No estoy hablando de las más deplorables imitaciones de Harry Potter ni de los productos derivados de la adaptación cinematográfica (más que de los libros): juguetes, juegos electrónicos, vestimenta y hasta espejuelos como los que usa Harry, por no mencionar productos que ocupan en las librerías el lugar de los verdaderos libros: cuadernos para dibujar o con figuritas para recortar y pegar, pasatiempos, etc.
No, a lo que me refiero cuando hablo de depredadores sin la menor motivación literaria, estoy hablando de los libros en formato de álbum ilustrado con que Madonna inunda el mundo aprovechando los senderos trillados por su merecidamente exitosa carrera musical y apuntando a un "target" que su tela de araña marquetinera había perdonado hasta ahora: los niños y las librerías (elementos que, unidos, han dado nacimiento a la más reciente millonaria del sector terciario).
Por supuesto, Madonna asegura que los ingresos que le reportarán sus "cuentos" estarán destinados a obras de caridad, pero el hecho de que dicha información aparezca en muy visible lugar de la cubierta, ya basta para hacerla sospechosa. En cualquier caso, el proyecto de la cantante no es un proyecto literario sino moralizante. Así lo evidencian los dos primeros títulos (de cinco anunciados: ¡sálvese quien pueda!): Las rosas inglesas y Las manzanas del señor Peabody.
Las rosas inglesas tiene todos los elementales defectos que ningún debutante de los talleres literarios cubanos (que coordiné durante unos 10 años) ha visto pasar sin crítica acerba. Es un cuentito de conflicto insustancial (cuatro estúpidas niñas desdeñan -sin motivo alguno- a una quinta niña), resuelto mediante un sueño (las cuatro sueñan lo mismo) en que aparece un hada (traída por los pelos) y las vuelve invisibles para que vean lo buena y hacendosa que es la quinta niña. Aprendida la lección, se despiertan y todo termina bien; es decir, mal, puesto que ahora las estúpidas son cinco. Eso es todo: no hay una sola imagen original, no hay una situación ingeniosa ni dos palabras reunidas con gracia, no hay una idea de más de un gramo de peso, ni una gota de humor o de tensión o de magia (el hada está convencionalmente pasteurizada). Estoy seguro de que es la más ñoña y olvidable historia que he leído en mi larga e intensa vida de lector... además de ser vagamente reaccionaria en su tontería supina.
Ante la patética carencia de imaginación e incapacidad narrativa evidenciada por la ¿autora?, sus asesores o el plumífero a sueldo, decidieron recurrir a la tradición judía para el segundo título de la serie (todavía nos esperan tres: ¡huid, que aún estáis a tiempo!). De esta manera, los patrocinadores de Madonna-escritora al menos se aseguran de que haya una idea, aunque no sea original y aunque resulte todavía más didáctica que en el primer caso (fracaso). Con Las manzanas del señor Peabody ya no queda la menor duda sobre la intención moralizante y "políticamente correcta" que orienta este inesperado y por nadie solicitado interés de la cantante inglesa por los libros infantiles.
La trama del segundo librillo tiene todas las características del apólogo: trama tenue y mensaje espeso. Todo se resume a un comportamiento aparentemente deshonesto (alguien toma manzanas sin abonarlas) que un suspicaz testigo divulga calumniosamente hasta descubrir que la malicia estaba en él (el otro tenía derecho a coger la manzana gratis) y pagando su aprendizaje con la vergüenza reservada a todo maledicente. Como el anterior cuentito, éste termina bien (moralmente, no literariamente hablando), con el equilibrio restablecido y la enseñanza beáticamente dispersada.
Alguien comentó que estos libritos forman parte de la "conversión" de Madonna en una buena chica. Cuando uno ve sus nuevos clips y oye sus nuevas canciones, no ve conversión alguna (por suerte). Yo realmente no creo que esté tratando de disculparse por los escándalos que ha provocado a lo largo de su carrera de mascota de la prensa amarilla (manipulando símbolos religiosos, banalizando a Eva Perón o comportándose como una inescrupulosa y ostentosa material girl). Tampoco creo que el hecho de ser madre la haya acercado a los niños ni que desee compartir con ellos su mundo musical (que, personalmente, me gusta).
La Operación Libritos de Madonna rezuma puro cálculo. Sus asesores financieros y de comunicación habrán notado que a Harry Potter y compañía se lo lee a partir de 8 ó 9 años -de ahí la idea de los álbumes-, y que el mercado del libro infantil más rentable e influyente es el de Estados Unidos -de ahí la idea de asumir la pacatería y la moralina que domina el mercado editorial de ese país- donde se sabe que resulta, cuando no conveniente, obligatorio, referirse a las fuentes de su civilización. Esta vez fue la tradición judía y quizás pronto Madonna explote la fuente irlandesa, la aborigen, la afroamericana y hasta la hispana; aunque deberá tener mucho cuidado porque lo "políticamente correcto" también exige pertenencia a la etnia desde la que se habla.
Si Madonna hubiera publicado la historia de su vida, los textos de sus canciones, o algo que tuviera la seducción de su voz y presencia escénica; si hubiese decidido compartir con los chicos una pizca de lo que la caracteriza: insolencia, sensualidad, ritmo... se le podría perdonar la ausencia de estilo, la delgadez de la trama y la torpeza narrativa. Pero no hay nada de eso en sus lamentables libritos.
Con todo, si pierdo mi tiempo en hablar de tan insustancial "acontecimiento" editorial es porque temo que después de Madonna, todos los famosos quieran venir a picar en el presupuesto que las familias destinan a los libros infantiles. ¿Por qué no intentarían también un best seller Maradona, Leonardo di Caprio, Naomí Campbell, David Beckham, Silvio Berlusconi...? No será por exceso de escrúpulo que, una vez abierta la caja de Pandora, faltaran manos sucias dispuestas a llenarse los bolsillos.
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Nota:
Ottevaere-van Praag, Ganna: Le roman pour la jeunesse. Approches, définitions, techniques narratives. Berna-Berlin-Frankfurt. Peter Lang, 1987; pp. 183-184

BIBLIOGRAFÍA
BOJUNGA NUNES, Lygia: El bolso amarillo. Madrid. Espasa Calpe,1988
______________________: La cuerda floja. Madrid. Alfaguara, 1986 (actualmente los libros de la primera Premio Andersen brasileña son editados por SM).
BRUSSOLO, Serge: Peggy Sue contra los invisibles. Madrid. Alfaguara, 2002
COLFER, Eoin: Artemis Fowl. Barcelona. Montena, 2001
DAHL, Road: Las brujas. Madrid. Alfaguara, 1985
_________: Matilda. Madrid. Alfaguara, 1989
ENDE, Michael: La historia interminable. Madrid. Alfaguara, 1982
___________: Momo. Madrid. Alfaguara, 1978
FUNKE, Cornelia: El señor de los ladrones. Barcelona. Destino, 2002
HOFMAN, Ota: Pan Tau. Madrid. Alfaguara, 1974
HOROWITZ, Anthony: La granja Groosham. México. Fondo de Cultura Económica, 1996
IBBOTSON, Eva: El secreto del andén 13. Barcelona. Salamandra, 2002
JONES, Diana Wynne: Las vidas de Christopher Chant. Madrid. Ediciones SM, 2002
KÄSTNER, Erich: El 35 de mayo. Madrid. Alfaguara, 1979
LINDGREN, Astrid: Los hermanos corazón de León. Barcelona. Juventud, 1984
MADONNA: Las rosas inglesas. Barcelona. Destino, 2003
_______: Las manzanas del señor Peabody. Barcelona. Destino, 2003
MASEFIELD, John: La caja de las delicias. Madrid. Altea, 1986
NÖSTLINGER, Christine: Konrad, el niño que salió de una lata de conservas. La Habana. Gente Nueva, 1988
PRIETO, Iliana: La princesa del retrato y el dragón rey. Bogotá. Norma, 1998
PULLMAN, Phillip: Luces del norte. Ediciones B, 1997
SEI, Alki: El tigre en la vitrina. La Habana. Gente Nueva, 198?.
TAYLOR, George P.: Shadowmancer. Madrid. Alfaguara, 2003
TRAVERS, Pamela: Mary Poppins. Barcelona, Juventud, 1943.
CLASICOS (Múltiples ediciones)
BARRIE, James Mathew: Peter Pan y Wendy
CARROLL, Lewis: Alicia en el País de las Maravillas
KINGSLEY, Charles: Los niños acuáticos
LEWIS, Clive Staples: serie Las crónicas de Narnia
NESBIT, Edith: Five Children and It


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mi primera máquina (1975-1979)

mi primera máquina (1975-1979)
biblioteca martí, santa clara, cuba, 1993
Comencé a escribir a mano, claro. Primero con lápiz (usaba los de dibujo, de mina muy dura, para no tener que estar sacando punta continuamente; así comencé a gastarme la vista y a los 15 años ya usaba gafas -"espejuelos" decimos en Cuba- de aumento). Luego pasé a los por entonces escasos bolígrafos. Cuando a mediados de los años 1970 quise comenzar a compartir mis escritos con los colegas de taller de escritura o presentarlos a premios literarios, comencé por acudir a alguna colega o amiga mecanógrafa. Una bibliotecaria de Sala Juvenil de la Biblioteca Provincial de Santa Clara tecleó mi primera novela (que ilustré... a mano, claro) y mandé al Premio UNEAC 1977. Pero mis obras eran largas y ella tenía mucho trabajo. Así comencé a teclear yo mismo en la Underwood de la foto: una máquina prehistórica, pero muy bien cuidada y de tipos redondos.
Fue al año siguiente que un amigo mexicano que partía de vacaciones, me dejó su moderna máquina portátil. En ella aprendí a teclear según las reglas del arte y mecanografié mi segunda novela, por primera vez de la primera a la última letra.
De mis máquinas posteriores no guardé ni el recuerdo de una foto, y tampoco de la máquina electrónica que utilicé durante mi estancia en Brasil '1989-1991) ni de mi primer ordenador, un Compaq portable que me acompañó 8 años. Pero esta ya es otra historia, porque en él comencé a escribir directamente sobre un teclado; abandonando para siempre la versión manuscrita previa y el enojoso mecanografiado ulterior
Lo dicho; esa es otra historia.

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros

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